Común medieval / Común digital

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¿Quién posee el texto?; ¿quién tiene derecho a copia?; ¿quién puede modificarlo? - Con estas tres preguntas Juan Escourido traza una interesante discusión que nos puede llevar a encontrar una trayectoria compartida entre quienes realizaban manuscritos en el medievo y los hackers. Para muestra, el Libro del Buen Amor, que a mediados del siglo XIV parecería plantear la base sobre la que Lawrence Lessig inició el planteamiento de Creative Commons.

El siguiente texto presenta los planteamientos de base del libro, “Hacking the Book of Good Love: Marginal Modernity, Decentered Literature”. Se trata de una conferencia pronunciada durante el MLA17, en el panel “Medieval Iberian Conditions and Their Crossings”.

Se puede además encontrar en un web muy interesante: Humanities Commons.


Charla MLA.
Philadelphia.
7 enero. 2017.

Común medieval / Común digital

Juan Escourido
East Carolina University

Literatura es esa palabra que repetimos, que nos aúna, sobre la que pivotamos, pero que raramente nos paramos a analizar críticamente. Connota más que denota, y lo hace bajo la forma de una intuición sin concepto o de una unicidad sin generalidad. Actúa como un deíctico enmascarado. Derrida diría que la repetimos porque no sabemos qué decimos con ella, que precisamente de su autoinmunidad depende su poder de convocatoria.

Lo primero que debería hacernos sospechar, detenernos a examinarla, es su universalidad. Literatura vietnamita, clásica, medieval, francesa: sincrónica y diacrónicamente, la palabra nombra, aparentemente, lo mismo. Algo común a la totalidad del planeta y su historia que carece de sinónimo, que no puede ser nombrado de distinta manera sin perder buena parte de lo que significa. ¿Qué es?; y ¿quién o qué nos obliga a repetirla, a reactualizarla, por ejemplo, ahora?

Mi hipótesis de trabajo actual: la literatura nombra un sistema por el cual el texto y la información deja de ser común. Nombra la transición de la cultura manuscrita a la cultura impresa, que conlleva un modelo de propiedad de la información que se universaliza espacial y temporalmente. Las tres preguntas clave que definirían la literatura cuyo significado emana del sistema literario moderno o de la cultura impresa que impone la noción de literatura a la textualidad que lo precede y lo sucede, serían: ¿quién posee el texto?; ¿quién tiene derecho a copia?; ¿quién puede modificarlo?

Estas preguntas vuelven a estar de relieve, en nuestra transición entre la cultura impresa y la digital. Y lo que importa es saber qué modelo de propiedad de la información se va a imponer: ¿el hacker, es decir, el originalmente digital, o el ya constituido de la cultura impresa?

Caracterizo la situación: este ordenador ejecuta las instrucciones que le doy, pero no lo poseo como objeto que realiza operaciones digitales; lo que poseo es un poco valioso rectángulo de vidrio, cobre e hierro además de un puñado de cables y procesadores, pero no el sistema operativo, lo que metonímicamente llamo el ordenador. Lo que pagué fue un sistema operativo que sigue perteneciendo a Apple a pesar de que yo tenga 1000 dólares menos. Mi ordenador no es mi ordenador, sino una copia de un sistema operativo que no puedo modificar – porque su código es inaccesible– ni replicar – porque es ilegal.

Esta situación no se da sólo en objetos icónicos de la revolución digital. Pongamos un caso anti-digital: una semilla. En el 2013, en el caso Bowman vs Monsanto, la corte suprema de los EEUU culpó a Vernon Bowman, un agricultor de Indiana, de violación de patente. Su crimen fue plantar semillas que había comprado el año anterior y que contenían genes modificados que las hacían resistentes a un herbicida. Esta decisión de la corte suprema fuerza a los agricultores a comprar cada año el update de las semillas de Monsanto, cuyos resultados probablemente hayamos ingerido hace un par de horas.

Conocemos este modelo de propiedad: es el de la cultura impresa, donde una persona no compra el texto de un libro o de un periódico, sino una copia; el texto pertenece o bien a la editorial o al autor. Pero para la cultura manuscrita, como para la digital en sus inicios, el código fuente es libre. Se opera con información libre, abierta y común. Y en ese sistema de propiedad de la información se apoya lo que llamamos civilización occidental, para la cultura manuscrita. Y, para la digital, Internet y la web. Que el sistema de comunicaciones y la herramienta que articula nuestro mundo actual sean gratis habiendo aparecido en la esfera pública en pleno apogeo neoliberal se debe a la actividad y la ética de quienes lo inventaron: los hackers. A las tres preguntas anteriores, quienes forjaron el mundo actual, responden: la información es inapropiable, es decir, común; quien quiera y sepa copiar información puede hacerlo; quien quiera y sepa modificar el código fuente puede hacerlo.

Es decir:

Pues es de buen amor, emprestadlo de grado;

No l’neguedes su nombre ni lo dedes rehertado,

No l’dedes por dineros, vendido ni alquilado,

Ca non ha grado ni gracia buen amor el comprado (Estrofa 1630, LBA).

Y:

Pero esta obra es fecha so emienda de aquellos que la quesieren enmendar; e certas, dévenlo fazer lo que quesieren e la sopieren emendar si quier porque dize la escriptura: “Qu[i] sotilmente la cosa fecha enmienda, más de loar es que el que primeramente la falló”. E otrosí mucho deve plazer a quien la cosa comienza a fazer que la enmienden todos quantos la quesieren enmendar e sopieren; ca quanto más es la cosa emendada, tanto más es loada (Cavallero Zifar, prólogo)

O incluso, y esto quizá resulte más sorprendente, tratándose de la ley:

pues después que la ley es hecha, ha de ser fuero concejero y publicado.  No se debe juzgar por entendimiento de hombres de mal seso, ni por hazañas, ni por albedrío, sino cuando viniese a menos la ley en lugares, o la hubiesen de enmendar o hacer de nuevo, pues entonces hay que dirigirla a hombres entendidos y sabios para albedriar y ver toda cosa mejor se pueda hacer o enmendar con más razón. Y esta escritura de las leyes posee una honra muy grande en la que entran cuatro cosas:… 4, porque es escrita y no puede caer en olvido de los hombres por mal seso ni por tiempo, ni otrosí no debe ser derogada del todo.  Pero si algunas hubiera que no sean buenas, si fueren de enmendar, que se enmienden, y si fueren para derogar, que pongan otras en su lugar antes que las deroguen. (Siete Partidas, I, 9).

A las tres preguntas anteriores- quién posee el texto, quién tiene derecho a copia, quién puede modificarlo- la cultura digital y la manuscrita responden de un modo similar y contrapuesto a cómo lo hace la cultura impresa. ¿Qué podemos pensar de esto?; y, ¿qué podemos pensar con esto? Una línea fructífera, literariamente hablando, es la de la dialéctica entre texto abierto y cerrado, la comparación de modos circulación basados en la enmienda y el sampleado o el aprovechamiento de la cultura digital para desarrollar interfaces que modelen el acceso al texto de la cultura manuscrita, como pretendió la New Philology. Se trata de estudiar una coincidencia de base en los modelos de propiedad de la información de la cultura manuscrita y digital que usa epistemes de la cultura impresa. Pero, ¿y si llevamos esa contraposición entre el común digital y medieval y el cercamiento de la cultura impresa al análisis mismo de nuestras prácticas como críticos literarios, como agentes formados en la cultura del cercamiento? ¿Qué cambiaría?

La historización y el dilucidamiento de la literatura y los modos de hacer que se derivan de ella desde postulados lo más ajenos posible a los que predica, es decir, el psicoanálisis de la disciplina, tiene consecuencias políticas y epistemológicas. Políticamente, el modelo de propiedad y uso del elemento central en la producción de valor – la tierra para la Edad Media; la información hoy – afecta a la fábrica entera de la sociedad al situarse en su base material, pero especialmente, creo, a las percepciones del tiempo, la ética del dinero, la ética del trabajo y la relación ideológica entre tiempo, trabajo y dinero. Estudiar donde se encuentran el modelo de propiedad de la tierra para la cultura manuscrita y de la información para la cultura digital, la noción de lo común que comparten, es estudiar cómo desnaturalizarnos políticamente en esas dimensiones. Y además, no hay que olvidar que, como dicen Laval y Dardot, es en torno a la noción de lo común que se dan cita diferentes luchas locales y globales contra el capitalismo, con lo que un discurso tal supondría una fundamentación histórica a alternativas a la deriva planetaria. Por otro lado, epistemológicamente, los vasos comunicantes que se establecen entre la ética hacker y la medieval estudiados por Pekka Himanen y Kathleen Kennedy, nos ayudan a entender qué significa para la crítica literaria debatir sobre el significado.

Me explico. Escribe Roger Chartier: “Originalidad, individualidad y propiedad definen el régimen del funcionamiento de la literatura y rinden el uso de este concepto, que carga implícitamente esos tres elementos, muy difícil para períodos donde alguno de estos tres elementos no está presente”. Es decir, el universo conceptual de la literatura se presenta ajeno a la textualidad pre-literaria y la digital, basadas no en la originalidad, la individualidad y la propiedad, sino en el sampleado o la enmienda, la colectividad y la inapropiabilidad de la información. Esa es nuestra condición fronteriza: habitar la transición entre la cultura impresa y digital estudiosos de la cultura manuscrita. Y creo que la comprensión del contacto entre el procomún de la información medieval y el procomún de la información hacker pone entre paréntesis, colgado, el sistema de la propiedad intelectual, del Autor con mayúscula, de la modernidad literaria y del genio creador. Y además lo hace de un modo distinto a cómo lo hacen Stefan Uhlig, Cerquiglini-Toulet, Carla Hesse y Roger Chartier, analistas de la relación entre cultura impresa y literatura, pues al centrarse en el estatuto ético y político de la información, además de la modernidad pone en entre paréntesis el inconsciente ideológico que pervive: el modo en que nos relacionamos con los objetos culturales como commodities, como productos que, para generar una rentabilidad o poder ser condenados, necesitan de un significado y de un nombre a quien adscribir la plusvalía o el juicio moral o criminal.

En efecto, ahí parece estar la clave: son la originalidad, la autoría y la propiedad constitutivas del sistema literario moderno las que hacen necesario el recurso al significado – para dirimir si una obra es original – al autor – para adscribirla a un canon nacional compuesto de diferentes grandes figuras o genios creadores – y a la unidad de la obra – y recuérdese aquí toda la discusión crítica sobre la unidad o no, por ejemplo, del Libro de buen amor – para posibilitar su serialización, canonización y venta. Originalidad, autoría y propiedad fetichizan retrospectivamente el texto medieval y prospectivamente el digital, y de ahí el debate entre narratología y ludología de los años 2004-2006. Es la pregunta de la crítica literaria por el qué significa en lugar de la pregunta hacker de qué puedo hacer con él, la pregunta epistémica en lugar de la pregunta phronética que diría John Dagenais, lo que implica una fetichización del objeto: la fantasía de que gratificará los deseos de su adorador; de que, a través de una serie de prácticas legitimadas por una tradición consagrada, en este caso la de los estudios literarios, el objeto dirá lo que se esperaba desde el principio que dijera, creará lo que se presuponía. Siguiendo con el ejemplo del Libro de Juan Ruiz que es una obra doctrinal, que es una obra subversiva o, ni uno ni otro, que se trata de una obra ambigua. De esta fetichización también emanan los estudios sobre cómo el Libro rompe con las convenciones de la época, como un Quijote del s. XIV; de ahí también emanan las preocupaciones biográficas, tanto por encontrar al autor histórica del Libro como por saber si realmente escribió su obra desde la cárcel.

Ambas culturas, la manuscrita y la digital, se articulan en torno a un mismo grupo de términos entre los cuales el de lo común y sus derivados se sitúan en el centro. Escribe Kennedy:

I am struck by the emphasis computer hackers place on an information commons as necessary to cultural development, since in the Middle Ages manuscript culture was a profound information commons. Medievalists are accustomed to thinking about “commonness.” The English law is the “common law.” The house of Parliament filled with those below the rank of peer is the House of Commons, and historians and critics have done much work studying the importance of the concept of the common profit to the medieval English. From critic Russell Peck’s classic study of the common profit in the medieval poet John Gower’s works, to critic Matthew Giancarlo’s recent cultural study of the medieval parliament, medievalists have examined the notion of commonness from primarily cultural perspectives, rather than legal ones. Intellectual commons, or “information commons” as I will usually call them, have not been examined. Yet commonness is once again a matter of some debate outside of the field of Medieval Studies, and the terms used are similar to those used by the medieval English when discussing information commons (Medieval Hackers, 23-24)

Quiero acabar notando la distancia entre este acercamiento y el de la New Philology. Para mí, la cuestión de la relación entre el sistema literario moderno y las producciones medievales y digitales es ideológica, mientras para la New Philology es primordialmente práctica: involucra cómo presentar, hacer accesibles, editar, en una palabra, transmitir lo más fielmente posible a su origen las obras medievales. Para ellos, la cuestión era notar las pérdidas a nivel de edición, de presentación y acceso prístino al pasado que la rendición impresa de las producciones manuscritas acarreaba. Por supuesto, en esa diatriba Cerquiglini y después Nichols recurrían a lo digital como solución para poder ver, en la pantalla, las diferentes versiones de un manuscrito, dando así cuenta tanto de la mouvance como de la variance. Pero contra esa confianza en que lo digital nos devuelva una presentación más auténtica, más medieval, de la cultura manuscrita, creo que debemos recordar las advertencias de De Looze sobre lo poco medieval que resulta ver todas las versiones de una obra al mismo tiempo, además del limitado acceso contemporáneo a los aparatos necesarios para hacerlo.

Katherine Hayles ha señalado que quinientos años de imprenta han hecho transparentes, naturalizado, las convenciones del libro, invitando a realizar un mapeado de los elementos compartidos entre textos electrónicos y pre-imprenta. Aparecen así dos líneas: una que desconfía de la determinación que supone la institución de la literatura para comprender los textos medievales y digitales; otra que puentea la cultura manuscrita con la digital a nivel ético, político y epistemológico, estableciendo una conexión que puede circular en ambos sentidos: para entender la cultura manuscrita desde la digital y viceversa. Llevar a cabo estas operaciones implica una salida de la literatura, del sistema literario moderno. Lo que, además, permite deconstruir, psicoanalizar, el concepto mismo, viendo desde otras atalayas cómo la literatura ha dado forma a nuestra visión de la información y el texto.

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